A la mujer migrante

colson

Mis hijos estaban siendo cuidados por su papá. Yo venía a verlos cada mes o dos, generalmente me regresaba a California el domingo por la noche y ese día, desde temprano, empezaba a sentir un dolor estomacal. Sabía que tendría que partir de nuevo. 

Aún recuerdo ese dolor profundo que sentí en el estómago cuando tuve que dejar a mis hijos, Julián de 7 años y Sofía de 7 meses de nacida —quien todavía se alimentaba con leche materna— a cargo de su papá en septiembre del 2003. 

Nuestra familia había vivido las consecuencias del atentado terrorista a las Torres Gemelas en Nueva York aquel terrorífico 11 de septiembre del 2001. Tras los hechos, la política de seguridad migratoria estadounidense se recrudeció.

En el verano de 2003 regresamos a la ciudad de Hermosillo Sonora en México a renovar nuestras visas de trabajo en la embajada estadounidense, traíamos sólo la ropa necesaria y los accesorios mínimos para una bebé, la idea era estar unos 15 días para visitar a amigos y a la familia, la sorpresa fue que no nos renovaron los permisos de trabajo inmediatamente, bajo el argumento de que las autorizaciones tenían que pasar por el escrutinio del Departamento de Seguridad de los Estados Unidos, situación que podría demorar meses. 

Esos días que pensábamos estar en Hermosillo se volvieron meses, por lo que tuvimos que dejar el hotel para vivir con una de nuestras amistades. En consecuencia, mi hijo mayor entró a tercer año de primaria en la escuela Diego Rivera, el papá de mis hijos y yo iniciamos la búsqueda de trabajo, lo cual no fue sencillo, toqué varias veces las puertas, busqué en la Universidad de Sonora (UNISON), en el Centro de Investigación en Alimentación y Desarrollo (CIAD) y en El Colegio de Sonora (COLSON). 

Tras lo acontecido, hacía finales del mes de agosto recibí la llamada del Consulado Americano quien me notificó que únicamente había llegado mi permiso de trabajo, negando el del papá de mis hijos. La recomendación de él fue —Tienes que irte, no tenemos trabajo— por lo que al día siguiente volví a El Colegio de Sonora como un último recurso y me entrevisté con el Secretario General del COLSON quien me dijo: —te conviene irte agarrarás más currículum y un año escolar se va pronto, mientras tanto, si sale alguna convocatoria para una nueva plaza te la enviamos para que participes—. Así, partí una noche en camión hasta Tucson Arizona. 

Recuerdo que amamanté por última vez a mi hija Sofía antes de irme a la central camionera. Una vez en la ciudad tomé el medicamento para cortar la leche materna, luego agarré otro camión para San Diego California y lloré en todo el trayecto.

Mis hijos estaban siendo cuidados por su papá. Yo venía a verlos cada mes o dos, generalmente me regresaba a California el domingo por la noche y ese día, desde temprano, empezaba a sentir un dolor estomacal. Sabía que tendría que partir de nuevo. 

Regresé a Hermosillo en el verano del 2004 y a pesar de estar en casa, cada domingo sentía ese dolor en el estómago, quizás por eso que dicen que el cuerpo tiene memoria. Mi hija tiene actualmente 20 años y siento que falta todavía mucho para recuperar ese tiempo en el que estuve ausente.

Considero que soy afortunada ya que miles de mujeres viven en Estados Unidos sin sus hijos, quienes son criados en sus lugares de origen por generaciones cansadas de abuelos o parientes. 

Estas madres no ven crecer a sus hijos, no los ven soñar, no los ven amar. Las madres migrantes intentan ejercer su maternidad a distancia con llamadas, con videos, sin embargo, no es igual. ¿Qué me motivó a trabajar en el tema migratorio?, me preguntaron en una entrevista, contesté: —mi propia historia—.

Un profundo reconocimiento a los esfuerzos de todas las mujeres migrantes para que la familia se mantenga unida. Un abrazo a cada una de ellas que mantienen la esperanza de reunirse algún día con sus hijos. 

*Profesora-investigadora en El Colegio de Sonora. 

Escrito por Gloria Ciria Valdéz Gardea

Profesora - investigadora en El Colegio de Sonora
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