Alvaro Bracamonte Sierra
Por varios días la ciudad de Hermosillo rompió todos los records de temperatura.
Superó los 48 grados entre martes y jueves de la semana pasada y fue la localidad más caliente en el mundo, superando al Sahara y a otras regiones desérticas que normalmente ocupan ese dudoso honor.
A quienes vivimos en Hermosillo nos tomó por sorpresa pues todavía unos días antes charlábamos sobre lo benigno que había sido mayo cuando el termómetro nunca superó los 35 grados.
De hecho, ni había sido necesario encender los aires acondicionados; con un abanico de techo teníamos para paliar el tímido verano. Pero pasamos de 30 y tantos a los casi 50 grados en un abrir y cerrar de ojos.
Los memes, bromas y chistes sobre el temporal de infierno no se hicieron esperar; hacemos gala de humor en medio de los estragos que dejaba el calorón y no faltaron los amigos de otras partes del País o del mundo que preguntaba si estábamos bien.
Al margen de la anécdota, los días de calor extremo dejan lecciones para tomar y nunca olvidar.
Por ejemplo, vuelven a recordarnos que Hermosillo es una ciudad desarbolada y tremendamente desértica.
Son realmente escasas las áreas verdes y todo hace suponer que los planes oficiales no alcanzan para remontar ese pasivo urbano. Además, los males no vienen solos: Al mismo tiempo que les asomó el tórrido verano, el suministro de agua en varias colonias de la ciudad empezó a fallar empeorando la de por sí difícil situación de muchos hogares.
Sobre las razones del desbasto del vital líquido ya varios colegas han comentado. No me detengo en ello sino en las implicaciones de vivir en un lugar sin árboles.
De acuerdo con los expertos, la temperatura ambiental disminuye en alrededor de 5 grados bajo la sombra de un árbol.
Si la ciudad cumpliera con los estándares recomendados por los organismos especializados en la materia, el calor extremo registrado en Hermosillo no se resintiera con tanta intensidad.
La carencia de áreas verdes se ha acentuado con el paso de los años. En redes sociales circularon imágenes que dan cuenta de ese lamentable retroceso. Me refiero en particular a dos fotografías de la esquina que forman la calle Rosales y el bulevar Transversal: La primera es de 2009 y la segunda de 2019. En aquélla se aprecian aún los inmensos y frondosos yucatecos que engalanaban la plaza Zubeldía y las gigantes palmeras que embellecían los camellones de ambas arterias; en la del 2019 sólo se distingue una triste y gris plancha de asfalto.
En tan sólo una década ha sido desplazado el verdor del histórico lugar por un puñado de pequeños arbustos que con dificultad dan sombra a los indigentes que frecuentan la plaza. Seguramente imágenes como ésas se repiten en muchas zonas de la capital sonorense.
Desconozco si se deba a que el tema adquirió visibilidad mediática, pero de pronto surgieron agrupaciones civiles o ciudadanos que en lo individual organizan jornadas sabatinas y domingueras para sembrar árboles en aceras y camellones del casco urbano.
Al respecto, vale la pena apuntar dos cosas: En primer lugar, da gusto que asociaciones civiles hagan algo para aminorar la desertificación que sufre la capital sonorense.
Sin embargo, hay limitaciones que requieren considerarse; me explico: cada vez que las autoridades inauguran una vía importante ésta es acondicionada con una buena dotación de árboles, pero al poco tiempo se secan porque no se les da mantenimiento o no se riegan con la frecuencia debida.
Esperemos que estas iniciativas se acompañen del compromiso de la autoridad para dar seguimiento a la adecuada conservación pues, de no ser así, el encomiable esfuerzo ciudadano quedará en nada.
En segundo lugar, esas iniciativas podrían apoyarse en el programa federal “Sembrando Vida”, que no es otra cosa que una alternativa para rescatar el campo sembrando árboles frutales y maderables. Este proyecto, debería aprovecharse para dotar a los hermosillenses de más áreas verdes mejorando con ello la calidad vida en la ciudad.
*Profesor-investigador en El Colegio de Sonora.